La crisis del coronavirus ya ha alcanzado a contagiar en el mundo a más de 10 millones de personas. Su paso parece haberse redoblado en las últimas semanas y los números continúan en aumento.
Con ya más de 500 mil fallecimientos en su haber, la pandemia causa cada vez más preocupaciones entre la sociedad. La comunidad científica y médica va a toda máquina tratando de descubrir modos para disminuir esta mortalidad. Para esto, más de 112 proyectos de vacunas ya se están llevando a cabo.
De estos, algunos ya se encuentran en las etapas de prueba clínica. Unos, como Moderna en Estados Unidos, iniciarán sus pruebas finales este julio. Por otro lado, países como Singapur y Rusia han sorprendido con lo rápido que han comenzado sus propias pruebas. Incluso, otros como China han llegado tan lejos como para empezar a distribuir vacunas que aún no han pasado por todas las pruebas pertinentes, para poder hacer frente a la crisis.
A pesar de esto, las proyecciones más generales proyectan que habrá que esperar un año para contar con una vacuna oficial. Mientras que, otras un poco más optimistas la prevén como una posibilidad para noviembre de este año.
En cualquier caso, la realidad es que justo ahora no existe ninguna que ofrezca seguridades o que verdaderamente pueda ser capaz de ayudar a paliar la crisis. Por esto, el mundo de la medicina también ha tenido que buscar alternativas inmediatas con las que hacer frente al COVID-19 a corto plazo mientras se espera la solución más definitiva.
El conocimiento empírico
Con millones de vidas en juego, el mundo de la ciencia tiene una ardua tarea a la hora de investigar la enfermedad para poder obtener información sobre ella lo más rápido posible. Por esto, se han comenzado a emplear mecanismos de colaboración nunca antes vistos en el mundo. De hecho, hasta entidades como la OMS han declarado la instauración de una colaboración internacional para descubrir posibles medicamentos o tratamientos contra el coronavirus.
Este detalle que se ha realizado a gran escala en el mundo de la ciencia, busca hacer que los conocimientos nuevos estén disponibles lo más rápido posible para que las investigaciones puedan avanzar velozmente. No obstante, el paso al que el SARS-CoV-2 se distribuye por la población en más veloz que el de los descubrimientos científicos.
Debido a esto, a pequeña escala, los médicos que se encuentran en las primeras líneas de defensa han comenzado sus propias colaboraciones. En estas, aprovechan medios como las llamadas telefónicas, las videoconferencias e incluso las diferentes plataformas de mensajería para crear grupos desde lo que compartir información sobre la enfermedad. Así pueden dar a conocer las observaciones que han hecho desde la primera línea y los tratamientos o cambios que han hecho.
Pero, el detalle con estas colaboraciones entre colegas es que no se basan en descubrimientos experimentales o documentales realizados durante una investigación. En realidad estas se derivan del conocimiento empírico y observacional que cada profesional ha adquirido combatiendo la enfermedad. Por lo que, los consejos que se derivan de este intercambio solo tienen dos vías de desarrollo. Primero, o por un lado son un éxito y salvan vidas. Segundo, o se convierten en un riesgo capaz de causar la muerte de más pacientes.
Cambiando evidencia por esperanza
Por la prisa de la pandemia, los hospitales y médicos han optado por intercambiar conocimientos empíricos a la hora de determinar posibles tratamientos para sus pacientes. En circunstancias normales, este tipo de situaciones no se darían. Ya que el conocimiento para desarrollar un plan de acción contra una enfermedad debe siempre obtenerse de fuentes confiables. Es decir que, deben usarse siempre fuentes como trabajos científicos y ensayos clínicos cuidadosamente estudiados.
Sin embargo, en estas circunstancias, donde los médicos, tanto por su propio deseo de ayudar como por la presión ejercida por los familiares, ven pocas soluciones a su alcance, la posibilidad de probar algo “nuevo”, aunque no se tenga garantía de su efectividad, muchas veces es suficiente para calmar en cierto grado las ansias y la impotencia que causa la situación.
Por esto, se opta por intentar trabajar con los nuevos tratamientos o medicamentos no probados. Debido a que esto al menos representa algún nuevo paso en la búsqueda de tener aumentar la esperanza de vida del paciente. Pero, obviar la evidencia científica en busca de una posibilidad que puede estar basada mayormente en instinto y un poco de suerte es, como ya mencionamos, un arma de doble filo.
Varias posibilidades, pero pocas evidencias
Actualmente, existen infinidad de opciones para intentar hacer frente al COVID-19. Muchas de estas han nacido de estudios preliminares que esperan en los archivos virtuales a ser revisados y aprobados por sus colegas. No obstante, este es un proceso que lleva tiempo y muchos médicos prefieren correr el riesgo de adelantarse a los hechos que el de esperar demasiado y que ya sea muy tarde para reaccionar.
De entre todos los medicamentos experimentales disponibles, el que por ahora parece ser más exitoso y seguro es el Remdesivir. A estas alturas, la FDA (Food and Drugs Administration) ya ha aprobado una excepción para su uso en pacientes con COVID-19, a pesar de que este no se encuentra aún ampliamente aceptado en el mundo de la medicina.
Sin embargo, este está lejos de ser la única alternativa, elementos como el zinc y las estatinas también han sido señalados como posibles aliados para el tratamiento del coronavirus. Por su parte, otros medicamentos como la Dexametasona, el Acalabrutinib (usado en casos severos de coronavirus), los antirretrovirales lopinavir y ritonavir y hasta un antiguo remedio para la gota, también se han presentado como opciones posiblemente beneficiosas. Pero ninguno de estos ha pasado por un apropiado estudio clínico de grandes proporciones como para poder extrapolar sus resultados al grueso de la población.
Por su parte, entre otras proyecciones se ha pensado en una gran variedad de compuestos naturales que podrían ser útiles contra el COVID-19. Asimismo, existe la cada vez más notoria alternativa de utilizar el plasma convaleciente de los pacientes recuperados del coronavirus o, incluso, la de desarrollar un coctel específico de anticuerpos para combatir la enfermedad. Para esto, incluso se han llegado a estudiar estos y su actividad en criaturas como los dromedarios y las alpacas, solo por mencionar algunos.
La preocupación de los médicos
Aunque algunos doctores consideran que los riesgos tomados en estos casos valen la pena al compararlos con la recompensa, que es la posibilidad de salvar más vidas, la verdad es que existe una diatriba en la comunidad científica. Esto puesto que, por otro lado, existen otros profesionales que opinan que lo mejor que se puede hacer para aumentar la esperanza de vida de un paciente es continuar dándole soporte vital y tratando de aminorar los síntomas de la enfermedad.
Este grupo opina que comenzar a probar drogas y medicamentos sin el debido procedimiento puede ser altamente peligroso y para nada productivo. Como ejemplo, citan la crisis del ébola del 2014 que, por lo menos en Estados Unidos, aunque pudo llegar a contenerse, no contó con un proceso ordenado de estudio y tratamiento.
Como consecuencia, se probaron muchos medicamentos y tratamientos experimentales sin llevar los debidos controles ni realizar los análisis comparativos. Al final, la epidemia de ébola se pudo controlar, pero no se pudo detectar ningún medicamento o tratamiento comprobadamente efectivo que podría usarse contra esta en el fatídico caso de que volviera a propagarse.
Un riesgo en todo momento
Como podemos ver las alternativas en la actualidad son variadas, pero lo que se pone en riesgo podría ser demasiado grande. Como un ejemplo de esto podemos ver la situación que ocurrió al inicio de la pandemia con la hidroxicloroquina. En un principio, este medicamento contra el paludismo parecía ser altamente prometedor para combatir el coronavirus.
Incluso, Donald Trump, el presidente de EE.UU., comenzó a promocionarlo públicamente apenas las primeras pruebas de este se estaban llevando a cabo. Sin embargo, los resultados prometedores se detuvieron pronto y las altas tasas de mortalidad causaron que muchos ensayos clínicos tuvieran que cancelarse, e incluso la FDA prohibió la utilización de la hidroxicloroquina en pacientes con COVID-19.
Por si parte, el mandatario tuvo que retractarse y retirar sus recomendaciones públicas. Lastimosamente, esto no evitó que siguiera proclamando que él, de forma personal, tomaba dicho medicamento. Para estos momentos, tanto desde el hogar como desde hospitales, ya se conocen casos de fallecimientos a causa del uso de este compuesto y sus derivados.
Nuevos estudios han revelado incluso que este medicamento se convierte en un obstáculo para las células inmunes que deben enfrentar al SARS-CoV-2. Sumando esto al aumento de problemas de arritmia y falla cardiaca, y queda más que claro que este medicamento no es seguro para los pacientes con coronavirus.
De hecho, otros medicamentos que se recomendaban como un complemento de la hidroxicloroquina como la azitromicina también han probado ser altamente riesgosos en pacientes con COVID-19. En estos casos, las alteraciones en la frecuencia cardiaca también se convierten en una fuente de preocupación para los profesionales de la salud.
Una delgada línea
En todo caso, es claro que el mundo ahora solo intenta hacer lo mejor que puede con las herramientas y conocimientos que tiene. Todo para poder hacer frente a esta pandemia que ha detenido a la humanidad en seco. El trabajar con los pacientes de COVID-19 con tratamientos o medicamentos no probados puede ser un gran riesgo. Ya que se desconocen las consecuencias y el alcance de los efectos que estos puedan tener.
Pero, en una situación como la actual, la línea de los límites de desdibuja en el intento de simplemente salvar tantas vidas como sea posible. Después de todo, puede que los resultados nos lleven a situaciones como la de la hidroxicloroquina o a otras como la del Remdesivir. Lastimosamente, por ahora, la única forma de saber es probando para muchos hospitales, aunque esto implique grandes riesgos.